El 22 de noviembre de este año me escribió un correo-e una joven (debe rondar los 20 años) a la que conocí hace no mucho en un encuentro eclesial y con quien compartí buenos momentos. Planteaba una cuestión que me parece absolutamente candente en nuestras comunidades creyentes. Creo interesante copiar aquí parte de ese correo (desde luego, quitando toda referencia personal que pudiera identicar a su autora, cuyo nombre, además, me invento) y, más abajo, mi respuesta. Parte del correo-e que me mandó decía así:
Como ya te comenté en algún correo, hemos empezado un grupito nuevo de … Además, hemos conseguido un sitio genial para reunirnos y un animador que, al menos, tiene bastante experiencia en grupos de jóvenes.
Personalmente, yo llevo estos últimos tres años sin un grupo fijo y cercano que me aporte lo que yo siempre he tenido en un grupo (desde pequeñita, hasta después de la confirmación, he tenido el mismo grupo). Apoyo, posibilidad de compartir, escucha, interpelación, interpelación, y más interpelación, que cómo nos gusta a los de […] esta palabreja!! Y este año, con este grupo, yo estoy muy contenta, la cosa va bien, vamos haciendo cositas, haciendo grupo… Pero hay un «nivel» de compartir cosas, de hablar de lo profundo, de lo personal, de lo que nos preocupa… que deja bastante que desear. No sé si me estás siguiendo. No sé si es que yo soy muy exigente, o si es que ellos pasan mucho del tema (ya sabes, la uni, primer año, la fiesta, las tias… buf!). Pero la consecuencia es que yo no puedo compartir todo lo que necesito en ese grupo. Porque no hay una actitud de compartir las cosas que realmente nos preocupan, y eso se nota. Se nota en que hablamos de «tonterías», que está bien hablar de vez en cuando, pero no todo el rato. Y se nota en que cuando «entramos en harina», las palabras son pocas, con escaso contenido, y cualquier tema es bueno para hacer la gracia y cortar el poco clima que había.
Con todo esto no quiero decir que esté mal en el grupo, ni que vaya mal… De hecho va mucho mejor de lo que yo esperaba: tenemos reunión todas las semanas, más o menos se traen leídas las cositas de casa, y hay muy buen rollo entre nosotros (cosa que tampoco es dificil, jaja); pero me falta algo. Me falta esa interpelación que todos necesitamos, me falta la confianza y la comodidad de poder decir: «pues a mí lo que me mueve a hacer esto o lo otro es la alegría que me da hacer felices a los demás» y que no me miren con cara de… pero qué diceeeees?????
Y así le respondí por correo:
Es llamativo (por no decir triste) la cantidad de personas que he conocido que, con unas palabras u otras, dicen lo mismo que tú: «me falta un grupo que…», «no termino de encontrar un grupo que…»., «estoy bien donde estoy, pero echo en falta un grupo que…». Tú lo expresas perfectamente: «Personalmente, yo llevo estos últimos tres años sin un grupo fijo y cercano que me aporte lo que yo siempre he tenido en un grupo. Apoyo, posibilidad de compartir, escucha, interpelación, interpelación, y más interpelación…».
Repito que, según leía tu escrito, se me llenaba la memoria de nombres y nombres con esa misma necesidad y esa misma búsqueda. Es como si desde hace una o dos décadas, en nuestra Iglesia -no sé si esto se da también en las Iglesias de otros países y continentes, aunque me huele que no o, en todo caso, si se da es de modo distinto- surgiera una especie de movimiento nuevo de los que buscan «Un lugar en la Iglesia«.
Lugar que, al igual que en esa joya del cine que es «Un lugar en el mundo», no se quiere -al menos en el caso tuyo y de aquellos de quienes hablo- que sea grande y espectacular y poderoso y yo qué sé qué más. No. Lo que se busca es que sea sincero, hondo, denso, capaz de acoger-interpelar-relanzar lo que uno vive en cuanto persona y en cuanto creyente en las capas hondas de la vida.
Y es relevante que esto le ocurre a cristianos de todo tipo. No es una cuestión sólo de jóvenes, o sólo de «muy comprometidos» (cada vez me gusta menos eso de «comprometidos», pero esa reflexión para otro día), o de gente de movimientos o parroquias… Es algo que ocurre a gente de todos los ámbitos sociales y personales. Ciertamente, he de reconocer que no me atrevería a decir que es algo mayoritario, pues me parece que lo mayoritario es o bien estar más o menos a gusto con lo que mejor o peor ofrece la parroquia o la comunidad que sea, o bien andar un cierto tiempo en búsqueda inquieta y terminar, lamentablemente, dejando de buscar y recordando lo bueno que «fue» aquello pero que hoy en día ya no es.
Y también es relevante, por supuesto, que buena parte de esa gente -quizá la inmensa mayoría- que siente lo mismo que sientes tú, Alba, no sois «cristianos de misa y punto», sino gente que intenta tomarse en serio la Buena Noticia del Reino, gente fascinada profundamente por el Señor Jesús, gente que siente tan grande y bueno lo que vive y sueña que necesita como el comer el poder ponerlo en una mesa junto a otros y otras para compartirlo, partirlo, y repartirlo como si fuera un pan hecho entre todos, una copa llena con el mosto maduro de la vida de cada quien.
No tengo respuesta para esa inquietud tuya, Alba. Es más, me sería más o menos fácil decirte que adelante, que sigas buscando, que no cejes en ese empeño porque tarde o temprano lo conseguirás… Pero de toda esa frase hay una parte que te diría sinceramente y otra de la que no esto y tan seguro. Soy sincero al decirte lo de que adelante y sigas. Pero lo que no puedo afirmar con seguridad sin mentirte es lo de que «tarde o temprano lo conseguirás». La verdad es que eso no lo sé. Porque de todos esos nombres que te decía arriba que me venían a la memoria, no puedo decir que la mayoría lo encontraran. Algunos sí, desde luego. Pero no todos: no pocos aun siguen buscando -y, mientras tanto, siendo fieles a lo que tienen, aunque no les llene del todo-, otros terminaron dejando de buscar, y a otros les va en temporadas, porque no es fácil mantener constante la búsqueda, ni ésta ni ninguna: la fidelidad es el gran reto del cristiano, porque lo es del ser humano. Y menos cuando, como en estos tiempos eclesiales que nos han tocado, con frecuencia hay más otoño que primavera, y más piedras para tropezar que buenos sillares que permitan construir (aunque sea arriesgadamente).
La Comunidad Cristiana tendríamos que sentarnos a leer con calma el por qué le ocurre a tanta gente lo que me dices en tu correo, y no hace falta explicarte que cuando digo «leer» hablo de algo tan antiguo -¡y tan propio del Dios que se hace hombre, historia, camino y cotidianeidad!- como ver qué pasa, por qué pasa, a quién pasa, cómo pasa… Y es que a la Iglesia de estos primeros tiempos del siglo XXI parece que se nos hubiera olvidado aquello de los «signos de los tiempos» que el Vaticano II proclamo como realidad y como tarea. La Iglesia no sólo intuimos el camino del Reino hoy y aquí a partir de la revelación bíblica, la doctrina, o la reflexión teológica, sino también a partir de la vida («la Vida»), de lo que ocurre, de ese Quinto Evangelio que es el discurrir de la historia que vamos tejiendo cada hombre y cada mujer con sus y nuestros gozos y esperanzas, sus y nuestras tristezas y angustias (como proclama el nº 1 de Gaudium et Spes). La vida (repito, «la Vida») es fuente de revelación. Y el que haya
tantos y tantos escritos como el tuyo, Alba, no puede ser una casualidad, no puede ser un paréntesis en ese formidable caminar de Dios que es la historia en la que aletea sin cesar el aliento de su Espíritu.
Junto a todo lo anterior, no se puede negar que son muchos los que hoy en día encuentran respuesta a esa necesidad que planteas, Alba, en grupos y movimientos cristianos muy característicos: Neocatecumenales, Opus Dei, Focolares, Comunión y Liberación… Tampoco es escaso el número de gente que, al menos en una etapa de su vida (generalmente, entre la adolescencia y la primera juventud) encuentran su espacio en grupos ligados a la vida religiosa. A la vez, espacios como comunidades de base en sentido amplio, movimientos especializados de Acción Católica, o, por poner otro ejemplo, grupos basados en la Revisión de Vida (la auténtica, la que es mucho más un estilo de vivir que un método de hacer una reunión), van disminuyendo en número y en intensidad. Y aun habría que hablar de mas situaciones, pero con este escrito no quiero hacer ningún análisis riguroso, sino sólo ir apuntando líneas para lo que decía antes, para ese esfuerzo que deberíamos hacer la Iglesia de leer con ojos creyentes correos electrónicos como el tuyo.
Y con todo, hay algo, Alba, que sí me atrevo a decirte. Y me atrevo porque a mí me ha servido y me sirve -y a otros también- no tanto para encontrar o dejar de encontrar el lugar de llegada, sino para, al menos, mantenerse en camino y poder seguir abriendo cada mañana las persianas en esperanza (la auténtica, la que nace de descubrir cómo mira el rostro de Dios en Jesús). Me refiero a vivir todo eso con una clara conciencia de «Éxodo», de saber que estos tiempos son -para ti, para mí, para muchos- tiempos en los que hemos apostado por abandonar Babilonia y ponernos decididamente en marcha hacia Jerusalén… aunque eso suponga dejar atrás la no del todo desagradable Babilonia (en la que se es esclavo, sí, pero de forma muy sutil), cruzar el desierto, y, encima, no estar seguro de que lleguemos.
Sigo buscando mi espacio y mi hueco en la Iglesia porque sé que no es un sueño, porque sé que esa «Jerusalén» tiene que existir, y que si no existe podemos arremangarnos y ponernos a construirla. Cerca de mí surgen voces que me invitan a uno u otro sitio y me dicen que ahí se está bien y a gusto. Y, por lo pronto y en este escrito, no digo ni que sí ni que no, ni me pongo a discernirles desde el Evangelio del Victorioso Crucificado. Pero sí digo que no son lo mío, que algo dentro de mí me sigue empujando a buscar otra cosa, otro estilo, otra forma de hacer carne la Palabra y poner la Mesa anticipada del Reino en los caminos de los extrarradios.
Y sé que esa «otra cosa» existe. Lo sé porque hay hermanos y hermanas que, aunque están físicamente lejos de mí o de mis posibilidades actuales, la han encontrado. Y más importante aún: sé que existe porque esta necesidad que siento -y que sientes tú, Alba, y que siente aquél, y aquél, y tantos y tantas- no puede ser una alucinación, un «error doctrinal», una «falta de comunión»: nada tan vivo y tan intenso y tan discernido y tan profundo puede tener un origen distinto al del Aliento del Señor que siempre -ab-so-lu-ta-men-te siempre- camina por delante de nosotros en este éxodo hacia los Cielos Nuevos y la Tierra Nueva.
Como te digo, Alba, a mí eso me ayuda. A lo mejor no me garantiza el éxito -Moisés no entro a la Tierra Prometida (ver Deut 31, 2)-, a lo mejor no me evita el que haya días de cansancio y de dudas -también Israel añoraba las cebollas y los puerros de Egipto a pesar de que allí estaba el látigo (ver Núm 11, 4)-, ni tampoco me quita el, a veces, echarle la bronca al Señor por meterme dentro esta sed y no ponerme cerca la fuente. Pero lo que sí que me hace es seguir buscando, seguir caminando y soñando ese grupo donde, con palabras tuyas, haya «apoyo, posibilidad de compartir, escucha, interpelación, interpelación, y más interpelación». De hecho, en estos momentos de mi vida, podría presentarte a unos que nos reunimos todos los viernes -todos menos yo tienen 18 años-, entendieron y se identificaron plenamente con tu correo cuando se lo leí -sin nombre ni ningún dato personal, por supuesto- el viernes pasado, y ¡sólo somos cuatro! (y con pintas de ser tres de aquí poco).
Buf, releo todo lo escrito arriba y tengo la sensación de que he usado muchísimas palabras para no terminar diciendo nada. En fin, que eso, Alba, que hay que seguir, que hay que seguir dejando que esa ansia de encontrar «un lugar en la Iglesia» nos siga quemando. Y que hay que seguir porque, aun suponiendo que nosotros no lo encontremos, nuestra búsqueda hará que los que vengan detrás estén un poco más cerca. Que así se hace el Reino, paso a paso y codo con codo, sabiendo que -ver Salmo 55 (56), 9- ningún sudor y ninguna lágrima es dejada de recoger por Dios en su odre, sabiendo que nuestra vida errante está anotada paso a paso por él… y termina dejando un poquito más cerca para los siguientes el Sueño Grande y Bueno de Dios, que Jesús llamaba el Reino.
Bueno, pues eso, que tendremos que crear un movimiento llamado «Los que Buscan un Grupo como Dios Manda» jeje Será un movimiento de gente que no se reúne nunca, porque si se reunieran ya no serían de ese movimiento. Pero, eso sí, seremos muchos.