Cuando muere alguien, uno de los varios dolores que acechan a los que seguimos vivos es que hay un montón de cosas que se quedan a medias.
Y no me refiero a esa sensación que tienen algunos de que “no hice por él/ella todo lo que podía haber hecho”. No, no es eso, al menos en mi caso. Mi madre murió hace 4 años y mi padre hace 15 días. Y claro que sé que podíamos haber hecho muchísimas más cosas de las que hicimos. Pero no tengo ninguna conciencia de que todo eso que no hicimos fuera por dejadez o falta de cariño. No.
A lo que me refiero es a, en estremecedora frase de Serrat, “aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas”.
Estos días me surgen esas «pequeñas cosas» constantemente. Y, de ellas, quiero dejar constancia en esta bitácora de dos que podrán parecer una bobada, pero que me ponen un nudo en la garganta.
En el verano del 98, fui con unos amigos a visitar unos pueblos “cacharreros” de Zamora, con una antiquísima tradición de trabajo de cacharros de barro. Como a mi madre le encantaban todas esas cosas (mi casa parece una exposición de cerámica), le compré dos piezas artesanales de barro, pensando regalárselas el 21 de noviembre, su cumpleaños. Mi madre murió el 12 de octubre. Los dos cacharros los tengo aún, en una estantería de mi casa. No sé qué hacer con ellos. Cuando los miro se me viene un mundo encima.
Lo de mi padre es más simple aún. Desde que murió mi madre, cogí la costumbre de –aparte de los muchos días que me acercaba a su casa- llamarle por teléfono prácticamente todos los días. Ahora, de pronto, me viene el impulso –casi el reflejo- de coger el teléfono para llamarle. No lo hago, claro. pero me quedo mirando el teléfono (o él se me queda mirando a mí, no sé) y como que me parece que también él se ha muerto un poco.
En fin.