No hace ni una semana que la barbarie y la sinrazón terrorista golpearon nuevamente en París. Y, por otro lado, aparentemente inconexo, la eucaristía de hoy narra en la primera lectura un episodio del segundo libro de los Macabeos (2, 15-29), que, de algún modo, refleja el hecho histórico de la revuelta macabea . Y, lo siento, pero a mi hay cosas que me chirrían, y mucho.
Soy de los que piensan que la liturgia católica necesita, y necesita ya, una reforma. Una reforma que no sea un mero lavado de cara, sino que atienda a lo profundo, y que con densidad y seriedad renueve gestos, simbologías, palabras y textos. Y también, el uso que hacemos en la liturgia del Antiguo Testamento. Y de esto último tendría un día que escribir despacio. Pero hoy no puede ser, así que me limito a este caso de Matatías que proclamamos hoy en la eucaristía.
Según el texto, cuando los funcionarios del rey invasor llegan al pueblo de Matatías para hacer que sus habitantes apostaten sacrificando al rey y comiendo carne de cerdo, Matatías se niega muy dignamente. Y, en ese momento, otro judío flaquea y se adelanta para apostatar. Matatías «se indignó, tembló de cólera y en un arrebato de ira santa corrió a degollar a aquel hombre sobre el ara. Y entonces mismo mató al funcionario real, que obligaba a sacrificar«. Todo ello, por supuesto, lleno de «celo por la ley«, y para mantener la alianza santa con Yahvhé, y para vivir «en derecho y en justicia«.
Cuando, en liturgia, el lector acabó la lectura, proclamó, como se hace siempre, «Palabra de Dios». Y, por lo que sabemos, los asesinos de París asesinaron al grito de «Al-lahu-àkbar», «Alá es el más grande». La diferencia es que, en el primer caso, yo he contestado «Te alabamos, Señor». Y en el caso de los atentados pensé que «vaya bestialidad».
Pues ahí es donde digo que algo chirría. Si me escandaliza que alguien mate en nombre de Alá, debería escandalizarme igual que alguien matase en nombre de Yahvhé. No comparo los dos casos, por supuesto. Uno es del siglo XXI y otro de hace más de dos mil años, uno ocurre en una Francia democrática y otro en una Judea ocupada por un extranjero dictador. Uno es un acto terrorista y otro es, aquí sí, algo muy relacionado con una guerra de religión.
Pero que no los compare no significa que no me haga pensar, y mucho, el que en la liturgia usemos con toda alegría textos y hechos del Antiguo Testamento que no deberíamos proclamar en una eucaristía memorial de quién gritó -hasta su propia sangre- que el amor es más fuerte que toda muerte, todo daño, todo dolor, y toda opresión. Y esto por mucha veneración y aprecio que queramos tener al Antiguo Testamento, y por más que digamos lo del descubirmiento progresivo que de Dios fue haciendo Israel (que es cierto y muy importante, pero no hace que una burrada sea santificable).
Como comentaba antes, esto es sólo un caso de lo mucho que habría que reformar en nuestra forma de celebrar la Buena Noticia de Jesús de Nazaret, el Señor. Pero lo dicho, que me ha chirriado, que me he intentado imaginar cóo escucharán hoy esta Palabra los cristianos que hayan celebrado la eucaristía en París. Y que el chirrido era demasiado grande. La sangre es sangre, se derrame en nombre de «mi» Dios o en nombre del Dios de «otros». Y esa sangre no la puedo admitir ni en nombre de «mi» Dios ni en el nombre de ningún Dios. Y menos puedo admitirla cuando celebro y hago memorial de toda sangre derramada en la Sangre de aquél que «me amó hasta entregarse por mí» (Gál 2,20) y por todos.
Porque toda sangre es la sangre de mi hermano, y Dios oye cómo esa sangre vertida le clama desde el suelo (ver Gén 4, 10).
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Lo explico con detalle en esta entrada.