He dicho más de una vez que el Domingo de Ramos no es una de mis celebraciones preferidas. Pero, en realidad, lo que no termina de convencerme es cómo lo hemos desvirtuado.
Litúrgicamente, cierta responsabilidad de ese desvirtuar, que ahora explicaré, se debe a que proclamemos la Pasión. Es cierto que tal cosa proviene de la espléndida intención del Vaticano II de que la Palabra volviera a ser escuchada y asumida por el pueblo. Y, dado que el Viernes Santo siempre se lee la Pasión de Juan, el domingo de Ramos parecía buen momento para proclamar las pasiones según los sinópticos.
El problema es que, tal y como desarrollamos la celebración, parece que todo se centra en la Pasión, y queda postergado el evangelio y mensaje central de este día: la entrada en Jerusalén.
Pero el caso es que es ahí, en esa entrada, donde encuentra sentido el domingo de Ramos en cuanto pórtico de la Pascua.
Y es que la llegada de Jesús a Jerusalén no es casual. Jesús sube a la ciudad, a la capital, conscientemente y sabiendo lo que se juega. Y, de hecho, sus discípulos le advierten que en Jerusalén le buscan para matarle.. Pero tal es la decisión de Jesús que lo único que les queda es seguirle a la desesperada: «subamos y muramos con el» (Jn 11, 16).
Dicho de otro modo: Jesús podía haber evitado ir a Jerusalén. Podía haber seguido su itinerancia por Galilea, por Judea, por Samaría… Y muy probablemente no habría tenido especiales problemas. El poder se concentraba en la capital, pero en el pequeño mundo rural era difícil que ese poder llegara a concretarse en un apresamiento y un final violento (recuérdese que, incluso en Jerusalén, a Jesús tienen que salir a prenderle de noche y a escondidas, para evitar la rebelión de las multitudes).
Pero Jesús quiere subir a Jerusalén. Quiere a ir al centro del poder, al lugar donde está el corazón del poder político y militar (Roma, la única que puede condenar a muerte) y del poder politico-religioso de su pueblo (el Sanedrín y sus distintas facciones religiosas: fariseos, saduceos, etc.). Jesús quiere ir «a la ciudad», al espacio de donde se supone que tiene que nacer la verdadera religión del Pueblo de la Alianza -el lugar del Templo- y el espacio donde hay que demostrar que la Buena Noticia de amor del Reino del Abba llega a todo y a todos, también a esa «ciudad», a ese cimiento y condensación del poder.
Desde ahí, claro que tiene sentido el Domingo de Ramos. Tiene sentido si no se le reduce a un puro espiritualismo de «Jesús viene a sufrir por nosotros». Tiene sentido si no se le despoja de lo que tiene de profundo enfrentamiento a todo poder, a toda forma de opresión civil o religiosa, a todo lo que pretenda acallar la voz de los que no tienen voz justo allí, en el corazón de la ciudad («si éstos callaran, gritarían las piedras», Lc 19, 40). La entrada de Jesús en Jerusalén -denostado por el poder y aclamado por el pueblo, por más que ni uno ni otros entiendan bien el sentido de esa entrada, que Jesús va a hacer mesiánica (liberadora) lavando los pies y partiéndose y repartiéndose- tiene un profundo carácter subversivo, es un fuerte grito de rebelión frete a las fuerzas de este mundo, frente a todo Pilatos, todo Sanedrín, toda manipulación de Dios en contra del ser humano.
Si se le quita al domingo de Ramos ese carácter se le desvirtúa por entero, del mismo modo que si se olvida que el Jueves Santo es la Cena de la Pascua que libera de Faraón o que el Viernes es el triunfo de la nueva forma de realeza frente a todo rey de este mundo. El domingo de Ramos abre la Pascua sacándonos a la calle, y proclamando allí, ante todo poder, que el verdadero Mesías, al que gritamos «Hossanna al Hijo de David» quiere entrar en la ciudad. Sabemos cómo va a ser Mesías y Rey, y así lo celebraremos en los días de Pascua. Sabemos que no va a alzar la espada contra los poderosos. Pero proclamamos, agitando nuestros ramos, que el poder de este que entra en la ciudad pone fin a todo poder que no sea el suyo.