Hace poco, a raíz de un diálogo tuitero (bueno, lo de diálogo con 140 aracteres ya se entiende) acerca de un mensaje sobre una tienda con marcas de «productos sostenibles», he vuelto a pensar que nos estamos liando con este asunto y cuestiones relacionadas. Así que, con permiso, me explayo.
Hay que agradecer el relieve que, cada vez más, se da a subrayar que determinado producto es «sostenible», o «ético», o «ecológico», o de «comercio justo», o «responsable», o cualquier otro calificativo de esa índole (y, por supuesto, cualquiera de las combinaciones posibles entre ellos). Repito: es para felicitarse de que crezca esta conciencia.
Pero donde aparece el riesgo en todo esto, es que usted y yo, useasé, los consumidores (compradores, para entendernos), nos quedemos tranquilos al saber eso del producto en cuestión. Y nos olvidemos -olvido sin mala intención, quede claro- de que a cualquier oferta de mercado de algo EcoResponsableSosteniBleJustoEticoSolidarioBio, hay que añadirle, para que la ecuación esté completa, una actitud que hemos venido en llamar «consumo responsable».
A ver si con un ejemplo -trufado de cierto humor, espero- sé decirlo mejor:
- Si yo cultivo en mi terraza unos tomates nacidos de semillas ecológicas, alimentados de forma natural y sin abonos químicos, usando tutores de madera certificada por alguno de los sellos existentes, con un uso responsable del agua y de los recursos energéticos, comprando lo que necesito para su cultivo a mercados o cooperativas sociales o a productores de comercio justo, y cuidando su embalaje para no generar residuos ni innecesarios ni no reciclables (seguro que se me olvida algo, pero ya nos entendemos), es claro que mis tomates son un producto sostenible, y ecológico, y tal y tal y tal.
- Pero con mis tomates ahora pueden pasar dos cosas.
- Una es que a usted no le haga falta para nada comprármelos. Por ejemplo, porque ya le abastece de tomates su suegro, que bien que disfruta en su huertecillo del pueblo. Pero me los compra, aunque no los necesita, por aquello de ser un consumidor concienciado, que apoya que otra economía es posible… (ponga usted aquí la razón que sea).
- Lo otro que puede pasar es que yo quiera añadir valor a mi producto. Y, otra vez un ejemplo, rocíe los tomates con pequeñísimas partículas de oro (lo hacen algunos chefs, y hay oro de comercio justo), los presente individualmente en un platillo de barro hecho ad hoc por artesanas rurales (se me había olvidado esto de la artesanía y la mujer, que también viene al caso), y me comprometa a donar a una ONG por cada tomate que venda el 5% de su precio. Todo ello con el bonito resultado de que el kilo de tomates le sale a usted a 12 €/k, pero porque ese es su precio en un adecuado equilibrio entre los costes de producción y mis lógicas ganancias éticamente calculadas.
¿Hace falta decir que en cualquiera de las dos situaciones el consumo es no-responsable por muy responsable que sea mi producción tomatera?
Dicho ya más formalmente. En el mecanismo del consumo no conseguiremos un nuevo modelo -personal y social- ético y alternativo si no atendemos a las «dos patas» del mercado: la venta Y (sí, mayúsculas y negrilla) la compra. Un producto puede ser ético al cien por cien en su producción y oferta, pero sólo eso no garantiza que mi compra sea cien por cien ética y responsable. Todo lo que, en sentido amplio, podemos englobar bajo el noble paraguas del «comercio justo» ha de tener su correlato en nuestro/tu/mi «consumo responsable». Porque, si no es así, resulta que en el fondo se termina haciendo de ese consumo de un producto sostenible, un consumo que se mueve por el mismo criterio del actual sistema consumista: comprar por puro deseo, por noble que pueda ser ese deseo.
En el primer caso dicho arriba, el error es evidente: se compra algo porque sí, sin tener razón para comprarlo ni necesidad de poseerlo. Por supuesto que se puede comprar un producto éticamente producido precisamente para apoyar esa causa, aunque no se tenga necesidad estricta de lo que se compra. Pero no creo que eso deba ser habitual, so pena de favorecer en nosotros precisamente lo que todo comercio justo quiere desarrollar: un modelo económico donde el consumo sea lo ya varias veces dicho, responsable.
El segundo caso, el de esos tomates lujosísimos, me parece más sangrante porque, desgraciadamente, es bastante real (no, en los tomates no, eso era un ejemplo que se me ocurrió en un ratillo de locura creativa). No pienso decir marcas ni vendedores, por supuesto, pero puedo asegurar y aseguro que he tirado de archivo y tengo ante mí un pantalón corto de mujer ecologíquísimo (perdón, RAE) y sostenibilísmo (ídem) a la venta por 380 €; un reloj hecho por una empresa que sólo emplea a gente en necesidad y elaborado en un 92% con materiales de comercio justo -no tengo por qué dudarlo- cuyo precio de venta al (escogido) público es 890 €; o -éste me encanta, a ver si me lo echan los Reyes y mejoro mi look– una crema facial que, por lo que se ve, hidrata, tonifica y estira, y (copio) «está elaborada con productos 100% naturales provenientes de agricultura ecológica, no ha sido testada en animales, cumple los estándares del comercio justo, y promueve el empoderamiento de la cooperativa de mujeres que la elabora en» determinado país sudamericano, todo ello al bonito precio de 264 € el botecito de 75 ml. Podía seguir poniendo ejemplos y ejemplos, pero creo que ya se me entiende. Y repito que no se trata de que estos productos no sean lo que dicen ser. No dudo de lo sostenible (o justo, o lo que corresponda) de ninguno de ellos. Lo que digo es que en un mundo como el nuestro (esto es, en un mundo donde buena parte de la humanidad se está preguntando si tendrá algo que comer mañana mientras usted se está preguntando cuándo se acabará esta pesadez de texto) gastarse 380 € en un objeto destinado a tapar la ropa interior y dejar las piernas al aire, 890 € en algo que me diga qué hora es, o 264 € en hacer que mi cutis este divino de la muerte, hacer eso en este mundo de hoy, digo, es absolutamente irresponsable, por no decir absolutamente amoral.
Va, prometo que lo digo por última vez: que un producto sea justo no significa que consumirlo sea responsable.
Eso sí, no propugno que nos pongamos exquisitos, superpuristas, o -lo que sería peor- enfermizamente escrupulosos a la hora de analizar nuestro consumo (que de todo hay en la viña del señor). De hecho, ya dije al principio de estos párrafos que lo del consumo responsable es, al menos para mí, una «actitud», algo que se va generando y que va informando el actuar cotidiano, y no un examen constante -y, dicho sea de paso, imposible, aunque de eso tendré que escribir en otra ocasión- de la pureza absoluta de cada momento en que abrimos el monedero. No, no es eso. Pero sí que es el entender lo dicho, que productos responsables requieren consumos responsables, so pena de qué aquéllos o estos dejen de tener el sentido que quieren y deben tener.
Y es que esto de vender y comprar es como hacer el amor: si no van parejos los dos, al final ambos pierden.
@Mochilados
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Lo explico con detalle en esta entrada.